Agresividad y violencia (3ª parte)

En los post anteriores, venimos señalando que la agresividad es algo inherente a la naturaleza del ser humano. Y no sólo eso;  también hay que destacar que es una forma de decir, de señalar “un sufrimiento” que no se sabe mudar en palabras. Esto nos puede parecer sorprendente, pero es indudable el valor de mensaje y de demanda del comportamiento agresivo, aunque la forma que se elige para “decirlo” hace que lo que se necesita del otro, nunca llegue a ser recibido, bien porque el modo agresivo genera miedo o rechazo, pero fundamentalmente, porque la petición de fondo que el acto agresivo lleva encriptado, es una demanda a la madre o al padre. Esta es la hipótesis que planteábamos en el primer post de esta serie.

Agresividad y violencia

En el segundo, ampliábamos el concepto de agresividad también sobre aquellas conductas dirigidas hacia el interior del propio sujeto (autoinculpación, entre otras) y, asimismo, sugeríamos la idea de que serían las primeras experiencias de cuidado las que configurarían  nuestra tendencia a manifestar este impulso agresivo hacia el exterior, como mensaje al otro, o hacía el interior de uno mismo. Estas últimas, tienen también un indudable componente de mensaje. Recordemos si no las cartas de quienes deciden quitarse la vida.

En este tercer post introduciremos un tercer nivel de complejidad: el binomio agresividad-violencia.

Recordemos que la agresividad tiene una funcionalidad que es la de manifestar un displacer, a través de la queja o del enfrentamiento .Con ello, expresar la existencia de una necesidad que no ha sido satisfecha y que ha generado en el sujeto una suerte de freno en su desarrollo psicoevolutivo. En este sentido, la conducta agresiva entendida como una no cesión ante lo que se intuye como no recibido, presenta una disposición hacia la subsistencia, hacia la pervivencia y busca tenazmente suturar el dolor que genera esa carencia, por cualquier vía.

El problema radica en el hecho de que los condicionamientos originales, de crianza y cuidados, generadoras de disarmonía en las necesidades globales de niño/a, hayan sido muy graves. Este tipo de escenarios pueden ser la matriz de actitudes reactivas (conducta agresiva) proporcionales a la carencia de cuidados vivida. En tales casos, podemos hallarnos bien ante sujetos “supervivientes” que debido a experiencias resilientes posteriores, hayan podido revertir un destino plagado de dificultades. Pero también están quienes hacen de su itinerario vital una suerte de vía crucis en donde la búsqueda del amor no recibido, trasmuta en el acercamiento a toda tipo de adicciones, conductas de riesgo y/o disruptivas.

En este sentido, el dolor por la falta de amor puede generar agresividad, pero también violencia. En la agresividad hay un deseo de comunicación, que si bien es inadecuado, no deja de tener un valor de mensaje. Hay una búsqueda de reparación, una necesidad de que desde el exterior surja alguien lo suficientemente sostenedor como para poder contener la furia, el rencor o la rabia acumulada y redirigirlo hacia una zona de impasse, en donde se dé un encuentro  y  pueda surgir la posibilidad de la  palabra como emisario reciente, de trasmisión y testigo de “aquello que ocurrió”. Como puente de un testimonio.

Sin embargo, en la conducta violenta no existe un otro al que dirigir tal o cual mensaje. O de existir ese otro, la finalidad no es la de procurar un encuentro con él. No se alberga una querencia hacia la pertenencia, hacia la reconstrucción de un lazo, hacia el contacto. Ya se ha prescindido al deseo de ser significativo para el otro, de recibir el arrope de su mirada. Quizás lo hubo, pero en su devenir de dolor emocional, en el tránsito de ausencia de cuidados, se difuminó. Así el sujeto sucumbió al dolor ciego y al hecho de su irreversibilidad. Ese dolor desmedido, pudo generar anestesia emocional (o no) y un actuar destructor igualmente desmedido. En tal estado de cosas,  no hay cabida para la restauración, ni para el sueño de poder ser rescatado.

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