En el post anterior, concluíamos que el mejor antídoto para proveer de un adecuado desarrollo evolutivo a un niño/a, es la estabilidad en el seno de su hogar. La relación entre buen trato y estabilidad emocional parece evidente, como también lo parece el que la conducta agresiva pueda ser entendida como fruto de la falta, la escasez o la interrupción en la provisión de cuidados materno-filiales.
No obstante, de la falta o escasez de cuidados también crecen niños/as con poco tono y una actitud huidiza o temerosa. Ósea que ante similares escenarios materno–filiales, habría niños/as que a la postre pudieran desarrollar actitudes demandantes, atrevidas y/o confrontativas, como reacción de exigencia ante lo que sienten que se les ha privado. Pero también habrá quienes decidan invisibilizarse ante la mirada ajena. Niños/as, que van desarrollando una noción de carencia de valor de sí, que les limita el deseo de explorar el contacto con los demás.
En el primer caso, la actitud agresiva adquiere una vertiente externalizante, manifestándose en la relación, mediante la actitud de desafío, control, exhibición o similar. Y en el segundo caso, la agresividad se internaliza, se “traga”, se guarda, generando autoinculpación.
Ambas, tanto la que se manifiesta hacia fuera, como la que se expresa hacia el interior de si, son expresiones de la agresividad, entendida ésta como impulso que nos permite seguir adelante, como fuerza que nos ayuda a abrirnos camino y subsistir tanto biológicamente, psicológica como socialmente.
Las dos modalidades representan modos peculiares de afrontar las relaciones y dependerá del grado de desajuste que presente su puesta en práctica, el que puedan llegar a ser considerados como conducta problema. En tal caso, hablaríamos de expresiones mal moduladas del impulso agresivo.
¿Qué queremos decir con “expresiones mal moduladas”? Lo hablaremos en el próximo post
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